Yanhuitlán

Yanhuitlán
Galerie Nordenhake. Noviembre 2024.
Vista de exhibición

En esta exposición, Rüedi muestra piezas en el Ex-Convento de Yanhuitlán, planteando un diálogo concreto con la arquitectura monumental y sacra de este recinto. Algunas de las obras, creadas específicamente para la ocasión, basan sus técnicas en un estudio de procesos pictóricos utilizados durante el barroco, planteando hilos conductores entre el espacio expositivo, su historia y el presente. Como en exposiciones previas, Rüedi concibió las pinturas en relación con la arquitectura. Externa a la lógica habitual del cubo blanco, la muestra propone en su recorrido una exploración del espacio, donde las y los visitantes van descubriendo las pinturas —casi nunca más de una a la vez— y otras zonas del edificio que parecerían no ser parte de la ruta habitual al transitarlo.

El edificio que alberga el Museo del Ex Convento de Yanhuitlán es una construcción barroca, terminada en 1575, que desde 2012 funciona como museo y como un importante centro cultural en la Mixteca Alta de Oaxaca. El templo aledaño cuenta con un retablo que incluye pinturas de Andrés de la Concha, uno de los pintores más destacados del siglo XVI en la Nueva España.

Desde el año 2000, el ex convento ha sido objeto de una serie de restauraciones que permiten apreciar su arquitectura casi como fue diseñada originalmente. De estilo barroco, guarda una estrecha relación con el diseño del Templo de Santo Domingo de Guzmán en la ciudad de Oaxaca y su ex convento contiguo. Ambas edificaciones forman parte de la Ruta Dominica, que sigue el paso de los evangelizadores dominicos por esta región del país. Otros templos y ex conventos destacados son los de Tepozcolula y Coixtlahuaca.

El sueño de un perro
2024
Acrílico sobre lienzo
240 x 160 cm

El sueño de un perro
2024
Acrílico sobre lienzo
240 x 160 cm

Contra
2024
Acrílico sobre lienzo
200 x 150 cm

Yanhuitlán #5
2024
Acrílico y resina sobre aluminio montado sobre madera
49.5 x 39 cm

Yanhuitlán #5
2024
Acrílico y resina sobre aluminio montado sobre madera
49.5 x 39 cm

Yanhuitlán #5
2024
Acrílico y resina sobre aluminio montado sobre madera
49.5 x 39 cm

Yanhuitlán #6
2024
Acrílico y resina sobre aluminio montado sobre madera
49.5 x 39.4 cm

Yanhuitlán #6
2024
Acrílico y resina sobre aluminio montado sobre madera
49.5 x 39 cm

Yanhuitlán #6
2024
Acrílico y resina sobre aluminio montado sobre madera
49.5 x 39 cm

Yanhuitlán #7
2024
Acrílico y resina sobre lienzo
50 x 40 cm

Yanhuitlán #2
2024
Acrílico y resina sobre aluminio montado sobre madera
42.4 x 35.5 cm

Yanhuitlán #2
2024
Acrílico y resina sobre aluminio montado sobre madera
42.4 x 35.5 cm

Yanhuitlán
Galerie Nordenhake. Noviembre 2024.
Vista de exhibición

Durante
2024
Acrílico sobre lienzo
240 x 160 cm

Durante
2024
Acrílico sobre lienzo
240 x 160 cm

Durante
2024
Acrílico sobre lienzo
240 x 160 cm

La ascensión
2024
Acrílico sobre lienzo
256 x 170 cm

La ascensión
2024
Acrílico sobre lienzo
256 x 170 cm

Yanhuitlán #4
2024
Acrílico y resina sobre aluminio montado sobre madera
48.5 x 39 cm

Yanhuitlán #4
2024
Acrílico y resina sobre aluminio montado sobre madera
48.5 x 39 cm

Hacia
2024
Acrílico sobre lienzo
240 x 160 cm

Yanhuitlán #3
2024
Acrílico y resina sobre aluminio montado sobre madera
48.5 x 39 cm

Yanhuitlán #3
2024
Acrílico y resina sobre aluminio montado sobre madera
48.5 x 39 cm

Yanhuitlán
Galerie Nordenhake. Noviembre 2024.

TABULA RASA

Lo peor de la carretera son las cruces. El número que arroja la resta: al año del deceso se le quita la cifra en que ese alguien que nombra la cruz llegó al mundo. El resultado siempre es una cifra corta, o un sólo número en el peor de los casos. Una vida que se ha terminado ahí anticipadamente, en ese preciso punto donde los que le sobreviven han puesto un pedazo de metal con un nombre y algunas flores que casi siempre ya se han marchitado. Sólo de verlas es posible percibir el olor a agua podrida que emanan esas azucenas húmedas y negras al pie de la cruz.
Mientras tanto, al lado, nuestro auto pasa veloz como indemne a la muerte y al daño. Apenas y se alcanza a ver el nombre, apenas y se alcanza a hacer la resta.
Luego: los perros atropellados que el sol desgasta y cómo la luz los disuelve como a la ropa olvidada en un terreno donde ya no vive nadie, esa ropa negra que se ha vuelto de un marrón universal colgada de una cuerda o tendida en una varilla. Esos perros.
La carretera siempre hace visible la mano de un ser gigante que vuelve intemperie lo que está habitado, es la misma mano que gasta el terciopelo rojo de los santos.
Pero dentro del auto dos niñas preguntan todo el tiempo si ya han llegado y la mano que vuelve todo intemperie no toca su náusea, ni su hambre, y se retrae con sus ganas de parar en cualquier sitio a comerse cualquier cosa.

 

Ahí, la autopista divide de forma egoísta todo un territorio. Para mí, este chapopote ennegrecido empuja mis anhelos, pero ya cacomixtles, tigrillos, lagartos y serpientes ven dividida su vida, partida la patria por ráfagas metálicas.

 

Entonces, mamá sugiere, turbada por el conteo obsesivo de sus pensamientos (y cruces y perros y bolsas elevadas por el viento en el camino), consolarse mirando el interior de una iglesia. O no es la iglesia, quizás, lo que mamá quiere mirar para estar serena, son las piedras. Su perennidad paciente con el mundo.

 

Qué trabajo el de cortar montañas en tabiques, apelmazar las sombras bajo el campanario, inaugurar la soga y ungir al monaguillo.

 

El borrón enorme y blanco a orillas del asfalto se detiene junto al auto, cobra forma y ojos. Se reforma el costillar, las hendiduras del hueso sacro ya se pueden frotar. Se ha detenido el auto, ahora las cosas son nítidas para las niñas, mareadas, bajan y se estiran.

 

La familia cierra las puertas de la nave y baja al pasto. Frente a ellos, los muros, hechos del carozo de un planeta. Piedra. Muros hechos del carozo de cientos de humanos. Huesos. El trabajo de un siglo repartido en unas cuantas manos morenas.
La niña repasa las manos blancas cruzadas o ensartadas al clavo, le recuerdan un pan.

 

Y si las cosas, todas las cosas, se reflejaran unas a otras, el mundo sería un lugar lleno de fulgor. Espectros de helechos y animales montaraces que nunca fueron nombrados.

 

Bajo los ojos de los santos se desintegra con paciencia el mundo, las piedras se aprietan para no dejar pasar el frío. Mientras pela un mango, el hombre señala un hueco en la pedrería. Uno de profunda sepultura. Ahí, dos ojillos centellean. Son los ojos de niña blanca. Que a toda persona, humana o no humana, da cobijo, que a nadie desprecia su abrazo nacido al mismo son de cada criatura, y que cuida y respira el hombro a siniestra hasta nuestra hora imposponible.

 

Debe ser un lugar donde bailan polillas en la base de una candela, ahí estarán todas las abuelas y madrinas aleteando un resplandor, y las tías ya partidas nos besarán las frentes con bilés tibios.

 

La familia está hablando en voz baja aunque no haya nadie, susurran en el vientre de ese algo grande y amable, nacido viejo. Sus arbotantes gruesos como patas de elefante soportan una fe que ya no está. Hace tiempo el pueblo se esfumó, el misterio que cortó montañas en ladrillo gateó de vuelta a la sombra del confesionario.

 

Se dice que Benito, uno de las figuras fundacionales del pueblo de Cuquila, se encargó de asesinar a dos frailes para enterrarlos bajo los pilares principales de la iglesia de Tlaxiaco. Porque no paraban de caerse, y la población originaria, harta de la reconstrucción, comenzaba a perder la moral.

 

Pobreza, obediencia y humildad, susurran las mamparas. Labios bien labrados, manos llenas de perlas rojas. Alguien intenta verse al espejo de una pintura pero no alcanza, no crece tanto todavía para ocupar la calca de ese reflejo adulto. Otro alguien se hace uno con el rostro empapado en llanto de una virgen, una lágrima pasmada a perpetuidad sobre el rostro de madera es prestada en el reflejo al rostro de carne. El eco recorre esta nave sideral. Es hora de irnos, grita la madre. Rugen los maderos su voz de cedro.

 

La familia entra de nuevo al auto. Mamá pone el cassette que grabó de la radio. Reproduce Pido perdón a los muertos por mi felicidad, Castillos en el aire. Gracias a la vida.

 

De entre las hendiduras del oro vieron escurrir al huevo, el pegamento que une todo. La calaca estaba esculpida en oposición a todos los santos. Su grito no conoce ritual.

 

-Clyo Mendoza y Mili Herrera