Lo peor de la carretera son las cruces. El número que arroja la resta: al año del deceso se le quita la cifra en que ese alguien que nombra la cruz llegó al mundo. El resultado siempre es una cifra corta, o un sólo número en el peor de los casos. Una vida que se ha terminado ahí anticipadamente, en ese preciso punto donde los que le sobreviven han puesto un pedazo de metal con un nombre y algunas flores que casi siempre ya se han marchitado. Sólo de verlas es posible percibir el olor a agua podrida que emanan esas azucenas húmedas y negras al pie de la cruz.
Mientras tanto, al lado, nuestro auto pasa veloz como indemne a la muerte y al daño. Apenas y se alcanza a ver el nombre, apenas y se alcanza a hacer la resta.
Luego: los perros atropellados que el sol desgasta y cómo la luz los disuelve como a la ropa olvidada en un terreno donde ya no vive nadie, esa ropa negra que se ha vuelto de un marrón universal colgada de una cuerda o tendida en una varilla. Esos perros.
La carretera siempre hace visible la mano de un ser gigante que vuelve intemperie lo que está habitado, es la misma mano que gasta el terciopelo rojo de los santos.
Pero dentro del auto dos niñas preguntan todo el tiempo si ya han llegado y la mano que vuelve todo intemperie no toca su náusea, ni su hambre, y se retrae con sus ganas de parar en cualquier sitio a comerse cualquier cosa.
Ahí, la autopista divide de forma egoísta todo un territorio. Para mí, este chapopote ennegrecido empuja mis anhelos, pero ya cacomixtles, tigrillos, lagartos y serpientes ven dividida su vida, partida la patria por ráfagas metálicas.
Entonces, mamá sugiere, turbada por el conteo obsesivo de sus pensamientos (y cruces y perros y bolsas elevadas por el viento en el camino), consolarse mirando el interior de una iglesia. O no es la iglesia, quizás, lo que mamá quiere mirar para estar serena, son las piedras. Su perennidad paciente con el mundo.
Qué trabajo el de cortar montañas en tabiques, apelmazar las sombras bajo el campanario, inaugurar la soga y ungir al monaguillo.
El borrón enorme y blanco a orillas del asfalto se detiene junto al auto, cobra forma y ojos. Se reforma el costillar, las hendiduras del hueso sacro ya se pueden frotar. Se ha detenido el auto, ahora las cosas son nítidas para las niñas, mareadas, bajan y se estiran.
La familia cierra las puertas de la nave y baja al pasto. Frente a ellos, los muros, hechos del carozo de un planeta. Piedra. Muros hechos del carozo de cientos de humanos. Huesos. El trabajo de un siglo repartido en unas cuantas manos morenas.
La niña repasa las manos blancas cruzadas o ensartadas al clavo, le recuerdan un pan.
Y si las cosas, todas las cosas, se reflejaran unas a otras, el mundo sería un lugar lleno de fulgor. Espectros de helechos y animales montaraces que nunca fueron nombrados.